Temporadas: 3(27 episodios)La 3ª comenzó a emitirse el pasado 16 de agosto. Cadena (AMC)
Creador: Matthew Weiner
Nominaciones a los Emmy: 16
El tiempo me enseñó que me precipitaba. Con el avance de los capítulos las personalidades se matizan y las circunstancias se vuelven más sombrías. El Piloto seducía al público por su atrevida y algo aprovechada visión constante de lo políticamente incorrecto: machismo, tabaco, alcohol. Una serie así no hubiera llegado muy lejos, pues lo nuevo se quiebra cuando se vuelve algo habitual. La belleza de la ficción debería resistir una y mil veces a nuestra severa mirada. Desde el momento en que nuestro gélido Don Drapper es un hombre que no existe; y desde que la vida de los personajes es un vaso de fina bohemia expuesto a ruidos demasiado agudos, la serie adquiere otro matiz y se torna sinuosamente brillante.
Me parece un acierto que los guionistas no centrasen la trama en el hermano de Don, en su secreto: el interés no reside en los hechos (premisa de todo gran arte) sino en lo que devienen, en la personalidad que los sustenta. Don Drapper es un ser vacío; también es un hombre sin fisuras. Dentro de la perpetua mentira en la que vive, el hombre real que se esconde tras la máscara se agita y sufre y se enamora, pero por encima de esos sentimientos sanguíneos se encuentra nada menos que su vida: mujer, hijos, trabajo, dinero. Y es un patrimonio demasiado amplio como para permitir que se derrumbe.
Todo en la serie se dirige a construir la diferencia entre quiénes somos, qué nos inculca la sociedad, y cómo asimilamos la diferencia. Cada uno representa el papel asignado, pero existen igualmente perdidos. A partir de la mitad, digamos, de la primera temporada, cada capítulo muestra una decadencia progresiva. Hombres alcohólicos e infieles, que creen entregarse al placer por su propia voluntad cuando en verdad se entregan al caos. Mujeres que ignoran si aún son niñas que se abandonan a los hombres para suplir sus propias carencias.
Sonaría anacrónico si el presente no se pareciese tanto a lo que esta serie muestra. El amor como deseo, y no como compromiso; la necesidad de mostrar una imagen externa opuesta a nuestro interior, pues se sustenta sobre hucos estereotipos que poco conllevan; una vida de ocio y ganancias materiales; vínculos personales tan elaborados como un jardín japonés, pero podridos por dentro; dramas personales que a nadie le importa salvo al que los padece… Todo en Mad Men es una máscara. Una serie chapada a la antigua que nos habla de hoy; hombres seguros de sí que tienen miedo; mujeres desubicadas que parecen ubicadísimas; productos que sólo se diferencian entre ellos porque se anuncian y seleccionan valores…
Cada mínimo detalle encaja; pero no como las figuras del Tetris, sino como en un cuadro impresionista. La serie se despliega poco a poco, color tras color, y es el conjunto el que nos deja anonadados. Al igual que ocurre con Los Soprano, la risa o el regocijo iniciales dejan paso poco a poco a sensaciones más densas, que nos obligan a cotejar nuestra experiencia y nuestros sentimientos con los de los personajes a cuya caída asistimos.
Mad Men es estimulante, es graciosa cuando debe, es variada, es (sobre todo) un drama sobre los frágiles e inmaduros pilares sobre los cuales, en el fondo, se asienta la existencia moderna. Qué poco sabemos estar a la altura, ya no de nuestro nombre, sino incluso de un nombre inventado. Vayamos adonde vayamos, triunfemos como triunfemos, nunca dejaremos atrás la sombra de ser nosotros mismos.
Si una serie puede medirse (y debería medirse así) por la variedad y amplitud de lo que provoca, incluyendo también la sana sorpresa, Mad Men está entre las primeras. Hacía mucho tiempo que no se describían con tanta sutileza las redes del vacío personal de nuestro mundo, radiante sin embargo de publicidad. Entre sus muchos personajes, quizá nos encante Peggy, la buena chica ingenua que llega alto ocultándose cada vez más; el homosexual reprimido pero galante con su esposa; el jefe vividor que desconoce el rumbo de sus egoístas sentimientos; la secretaria sensual que lo logra todo gracias a su sensualidad, pero que –desgracia la suya– esconde un talento superior a eso; el oportunista infantil con aspiraciones, egocéntrico y dañino; la esposa perfecta sin razón para estar casada, pero cuya felicidad depende directamente del matrimonio.
Da lo mismo.
En un nivel u otro, todos somos más Don Drapper. Todos hemos decidido que una parte de nuestro pasado debe quedar detrás. Que el fracaso (signifique lo que signifique) debe negarse. Que el olvido es necesario para ser alguien. Una vida construida con la argamasa de la negación.
Si mi gran amigo y mejor escritor Javier no os ha convencido con su texto de que comencéis a ver la serie, a continuación sintetizaré en cinco punto las razones por las que creo que no deberíais perdérosla.
2- Los personajes son tan reales que parece que se pueden tocar. Desde las dos obras maestras de HBO (Los Soprano y A Dos Metros Bajo Tierra) ninguna serie había mostrado personajes tan complejos, con tantas capas. Los malos no son malos del todo, y lo mismo pasa con los buenos (si es que los hay).
4- Es la serie de la contención. De la economía del lenguaje. Un gesto, una mirada O un par de palabras pueden expresar un mundo. Es la serie del subtexto, de las segundas y terceras lecturas. Una serie que no puedes ver mientras haces la comida. Trata a los espectadores como personas inteligentes, y nosotros se lo agradecemos.
5- Porque como toda buena obra de arte, Mad Men no es sólo una serie de televisión. Es una obra que pone en tela de juicio los pilares sobre los que nos asentamos. Que nos recuerda a nuestra sociedad más de lo que nos gustaría y que, al fin y al cabo, nos hace pensar, que nunca está de más.
Y de propina, os presento a Don Draper, protagonista de Mad Men.